Les presento dos hermosos cuentos de nuestro amigo
Miguel Kertesz... Gracias Miguel por tu valiosa aportación.
Disfrútenlos!!!



Nacido el 10 de junio de 1953 en Montevideo, Uruguay.
Periodista con trayectoria en prensa, radio, TV, alguna
incursión en cine y también en fotografía. Actualmente
escribe cuentos, novelas y como dramaturgo.
Ha terminado una novela. Como escritor, aún es inédito.




TEODORO

Como una sombra, Teodoro camina entre los trozos de mármol.
Pronto llega hasta la pared del gran cementerio abandonado y sale a la calle por un pequeño hueco. Lleva una bolsa con el último objeto convertible en dinero: su viejo reloj de pared. Un gesto de dolor le tuerce los labios. Las arrugas son surcos de la vida a la intemperie. Pero hasta las arrugas se han suavizado con el correr de los años. En el ómnibus, los pasajeros van dejando un vacío a su alrededor. Alguien dice:
-¿Cuánto hará que no se baña?
El viejo, sordo por compromiso, ignora el comentario. Ya no contesta. Tras los cristales, observa y no observa. Los demás ya no importan.
De pronto, mira por la ventanilla, se levanta de su asiento, mira nuevamente hacia el paisaje desconocido y llega hasta el conductor, evitando perder el equilibrio:
-¿Éste no va para la Unión?
El conductor lo mira, hace un gesto de asco y contesta.
-No, viejo. Éste va hacia fuera.
Una lágrima recorre su nariz:
-Por favor, la próxima.
-¿Qué?
-Me bajo acá.
-Como quieras, viejo.
Los muros del Cementerio del Norte le hablan con furia. Descascarados, están surcados de grietas. La llovizna cae hace tres días, mancha, ennegrece la pared. Teodoro se encorva como el sauce y empieza a caminar hacia el rumbo indicado. Muchas horas le esperan. Al llegar a la otra parada, hace señas a un ómnibus que circula en sentido contrario. Sube, suspira, hace como que busca el dinero para pagar el boleto y gana dos cuadras.
-¿Éste va a Peñarol Viejo?
-No, señor. Éste va hacia la Unión.
-Ah, gracias. Bajo en la próxima.
El gesto del conductor es de fastidio. Mientras Teodoro está bajando, el coche arranca. El viejo trastabilla, cae y vuelve a levantarse. Indiferente, el vehículo continúa su marcha. Mientras el cielo se pone casi amarillo, el olor a azufre invade el ambiente. Teodoro se cala la boina, recoge el bulto del reloj y camina un par de cuadras. Al llegar a la parada siguiente, hace un alto. Suspira y reemprende el camino.
-"Ya falta menos", -piensa en voz alta.
Falta menos. En ómnibus son cincuenta minutos. Pero Teodoro va a pie. Pasa un automóvil que no elude el charco. Mojado, sucio y enfermo, Teodoro siente más ganas de llorar. Y llora. Limpia sus lentes de carey y sigue caminando. Ahora baja a la calle, para evitar los charcos de la vereda. Pasa otro auto y la bocina lo acusa de imprudente. Vuelve a circular por la acera mientras el frío le recuerda que tiene las suelas agujereadas. Se sienta en el cordón, se quita el zapato y lo rellena con un pedazo de papel seco que lleva en un bolsillo. ¿Para qué? Si en dos pasos se mojará de nuevo... Se calza, se levanta persistente, como la lluvia que decide ensañarse con él. Ahora cae más fría, más lluvia. Pero Teodoro tiene una misión. Camina unas diez cuadras sin detenerse. Entra en un comercio como si pidiese asilo.
-¿Sí?
-¿La calle Fray Bentos?
-Es más adelante. Siga por ésta hasta ver un cerco verde de transparentes a su izquierda. Fray Bentos es la calle que sigue.
-Gracias.
Un poco repuesto, Teodoro sale otra vez a la lluvia y el viento, que comienza a arreciar. Se mira en el espejo de una farmacia y se peina con la mano. La barba de dos días está casi blanca. Aprieta el paquete bajo el brazo y sigue caminando. Tose y sigue, chapoteando por obligación. El frío se le asoma a la cintura. Camina junto al paredón, su defensa ante el viento sin clemencia.
-¿Fray Bentos, señora?
-¿Cómo? -La mujer se sorprende ante el viejo, sucio y con un aspecto que la asusta.
-Sí. ¿La calle Fray Bentos? ¿Me queda lejos?
-No, son seis para allá. -aprieta la cartera y se aleja rápidamente. Mira hacia atrás una vez, dos veces y se pierde a la vuelta de la esquina.
Teodoro piensa que el hombre está solo en la vida: -"¿En qué vuelta habrán quedado mis amigos? Cuando uno es joven, bonito y tiene plata, aparecen de todos lados. Pero ahora, viejo y enfermo, no tengo ni para el boleto." Sigue por la calle angosta y casi se olvida de la lluvia, insistente y dura. Al llegar a la curva, ve el cartel "ORO - ELECTRODOMÉSTICOS - ANTIGÜEDADES COMPRAMOS".
La última reserva de dignidad le hace detenerse. Entra en la galería y desenvuelve el reloj. Mira la caja de roble lustrado, el carrillón de bronce, la esfera. Aún se escucha el leve tic-tac, tic-tac del latido que no quiere ser entregado a extraños. Tic-tac. El pulso del viejo suena más fuerte que el reloj. Aprieta las mandíbulas y siente el hambre socavando sus entrañas. En una vidriera se peina con los dedos, se alisa la ropa empapada y entra, resuelto a vender para comer.
El anticuario lo mide y ve el reloj:
-Ya dimos, vino una señora hace un rato...
-No, no. Yo vengo a vender el reloj de mi bisabuelo. No quería desprenderme, hasta hoy. Aún conservo los papeles de la compra en España.
-A ver... Pero no necesitamos relojes.
-Mire que este es muy antiguo. Tiene los números así, romanos. Yo sé de lo que hablo.
-¿Tiene la llave, para darle cuerda?
-Claro, está acá.
-¿A ver esos papeles?
-¿Le interesa el reloj? -Los ojos cansados de Teodoro brillan por un momento.
-Bueno, no sé. Le pago con un cheque.
-¿Y qué hago yo con un cheque? Hace años que no entro a un Banco. Y si voy, me van a preguntar de donde lo robé.
-Está bien. Le podría dar seiscientos. Es lo que tengo en efectivo.
-¿Seiscientos? Dos pensamientos flotan en el aire. -"Con eso, tengo para comer diez días." y "Éste ve mi forma de vestir y abusa."
-Tómelo o...
-¿Seis cincuenta?
-Ya le dije. No tengo dinero en efectivo y estoy por cerrar. Si quiere, venga mañana y le doy seiscientos cincuenta.
-Bueno. Deme seiscientos y liquidamos ahora.
Mientras el comprador abre la caja, el viejo siente más frío que antes, que en la calle. Mira las vitrinas con joyas falsas, las muñecas con cabeza de porcelana, la balanza de precisión y detiene la mirada en la mano que le tiende el fajo de billetes.
-¿Está contento, Don?
-Más o menos... pero es lo que hay. Usted le tiene que ganar.
-Cuando tenga algo más, tráigalo. Pero tenga cuidado. No se le ocurra robar. Nosotros no compramos robado.
-Descuide. Ya no tengo más nada para empeñar.
-Yo le decía... por si aparece algo.
-Gracias.
Ya más animado, el hombre sale del negocio y ve un bar. Mete la mano en el largo bolsillo del pantalón y aprieta el fajo de billetes contra la pierna.
-El baño es sólo para clientes.
-No preciso el baño. ¿Puede ser una milanesa al plato, con un huevo frito y un vaso de vino tinto?
-¿Y con qué va a pagar?
-¿Cuánto sale?
-Son cuarenta.
El cajero del bar sabe que puede echarlo. Sin embargo, al ver el dinero, cambia de actitud.
-Vaya, tome asiento. Ya se lo llevo a la mesa. ¿Viene de lejos?
-Del Cementerio del Norte.





EL COLECCIONISTA

Soy marchande de arte. Como tal, me precio de conocer el valor de una obra y, sobre todo, espíritu humano. Así, cuando entra un cliente a la Galería, ya sé si simplemente viene a mirar o si está decidido a comprar. El curioso no tiene esa pasión que muestra el coleccionista. Ya sabe que no le alcanza el dinero y pregunta directamente por el pintor que le interesa. O revuelve los cuadros que tengo ordenados en el piso, hasta que da con un Vázquez o un Arditti. Entonces, pregunta el precio, mira un rato, revuelve y busca alguna otra obra con los colores, la composición y la armonía acordes a su buen gusto. A veces, pregunta por un Barradas, Cúneo o Arzadun. Pero no los compra.

El coleccionista, en cambio, es un ser obsesivo. Ya sabe que vamos a jugar al gato y el ratón; por lo tanto, de entrada intenta esconder sus deseos. Quiere ser gato, pero se vuelve ratón. Como les dije, conozco su punto débil. Ese fue el caso del hombre que entró un martes a las once de la mañana en la Galería. No era un cliente habitual, así que yo no tenía que conocerle. Levanté la vista de la agenda de donde estaba copiando unos nombres para el vernissage del mes siguiente.
-Buenos días -le saludé, displicente.
-Buenos días -contestó y desvió la mirada.

Soy una mujer llamativa, de ojos verdes, rasgados, un imán que he sabido aprovechar para colocar algunos óleos invendibles. Y sé también, que cuando un hombre apenas me mira a los ojos, está muy interesado en otra cosa, que no es, precisamente, ir a la cama conmigo.

Me extendió su tarjeta, formal y prolija, donde leí: Juan A. Schönberg, productor; una dirección en Buenos Aires, un teléfono y un e-mail. De inmediato recorrió las paredes con la mirada y su vista se posó sobre un Portinari dudoso, que dejamos a la vista del público.
-¿Portinari? Es extraño. No suele haberlos por esta parte del continente.
-No es raro, Uruguay vivió momentos de gran prosperidad y las familias supieron aprovecharlos. Aquí, usted puede encontrar un grabadito de Reembrandt, un óleo de Paul Klee, un Joan Miró o una escultura de Rodin. Hace unos días, nos llamaron para tasar una obra del siglo XVII y al lado, descubrí un Rubens que, por la familia que lo poseía, por el lugar que ocupaba y por referencias que tengo sobre sus veleidades, no tengo ninguna duda acerca de su autenticidad. Y yo no soy idónea en Rubens.

El duelo estaba establecido. Yo sabía que hablaba con un conocedor y él supo que yo sabía. Schönberg hizo una pausa. Recién ahí me miró de frente y sentí un calor muy especial. Se hizo el desentendido y me planteó que estaba en Montevideo por negocios y que más tarde volvería a mirar la exposición. Luego, se dio vuelta hacia mí y me espetó:
-¿Puedo invitarla a almorzar? Tengo un rato, antes de mi entrevista aquí.
Ahí tomé conciencia de tener frente a mí al cliente más importante desde que abrí la Galería.
-Déjeme hacer unos arreglos y en unos minutos estoy disponible para salir.
-No hay problemas, yo recorro la muestra, mientras tanto.
Llamé a mi asistente, le dije que se ocupara de algunas cosas que estaban pendientes y que tomaría toda la tarde libre. Por las dudas, no apagaría el celular. A pesar de mi discreción, Helena adivinó algo extraordinario. Sin embargo, no preguntó nada.

-Señor Schönberg, estoy lista.
-Usted conoce mejor que yo. ¿Le parece bien alguno de los restaurantes de la peatonal, aquí en la Ciudad Vieja?
-Si, hay uno muy chiquito, aquí a la vuelta. La comida es excelente y el ruido nos permitirá conversar. Para el café, caminaremos unas pocas cuadras. Hay un bar que le va a encantar, que mantiene el ambiente del siglo dieciocho.

No he descrito al señor Schönberg. Unos cincuenta y cinco años, elegante pero sin un atractivo demasiado fuerte, algunas hebras de plata, medía un metro setenta y cinco, traje negro de medida y una corbata oscura. Completaba su atuendo con un abrigo negro en su brazo. Me dejó salir delante suyo y tardó en ponerse a la par. Yo permití que me observara y pasé lo suficiente cerca como para hacerle sentir mi perfume italiano. El juego estaba planteado. Ya dije que tengo ojos verdes. Mi cabello lacio está perfectamente recortado a la altura de mis hombros y deja ver el collar de perlas que hace juego con mis caravanas. Mi vestido negro, medias de seda y calzado de taco aguja resaltan el resto de mis atributos.

Cuando Schönberg me alcanzó, ya estábamos llegando al restaurante. Este tiene la clase que una busca cuando plantea un negocio como el que me ocupaba ese día.

Al entrar, Mauro (el chef) me saludó cortés pero sin zalamería. Le pedí una mesa retirada y nos sentamos. Durante el almuerzo, el alemán se mantuvo atento, hablamos de plástica, de música y de ópera. No hubo nada que rompiera su estrategia o la mía. Sabíamos que el postre se plantearía durante el café o, quizás, más tarde. Un hombre amable, ordenado, gentil. Apenas preguntó sobre mi vida privada, apenas respondí yo. Y, mientras tanto, fuimos armando nuestras redes, con la paciencia de la araña que sabe que su presa aún no está lista. Ambos negocios, el suyo y el mío, consisten en elegir el momento de atacar. Él, para comprar mejor; yo, para sacar el mejor precio posible. Y también, para conservarlo como cliente para otro momento como este.

En el café, Schönberg extrajo su pipa, abrió el paquete de tabaco holandés y preguntó si me molestaba que la preparar para cuando saliera fuera. Negué con la cabeza y comenzó su ceremonia de preparar el acto final. Extrajo un instrumento con el que pisa el tabaco, una porción del mismo y lo apretó suavemente. El aroma comenzó a invadir el ambiente, y casi me dejo llevar por la distensión del momento. Me mantuve impasible, pero sentí la adrenalina y la excitación sensual de estar frente a frente con un hombre que calzaba exactamente mi nivel. Saqué un Dunhill y él me acercó su Zippo. No estaba permitido encender cigarrillos y nuestras miradas se cruzaron. Mantuvo su vista en mí y bajé los ojos. Entonces, planteó el negocio.
-Esta noche vuelvo a Buenos Aires. Quiero el Sorolla y Bastidas de los Preve, el Miró de García Austt y el Rubens.
-Mientras viva, la señora de Etchegaray no se va a desprender del Sorolla; el Miró puede tardar un tiempo, pero puedo convencerlos; pero ni hablar del Rubens de Mailhos.
-Mire, Marina. Los dos sabemos que los Preve se mueren por un Mondriaan. Ofrézcales uno chiquito que yo tengo, está autentificado por idóneos conocidos, ya que figuró en un remate de Sotheby's. El Miró, que salga a remate este mes. Y empiece a hacer sus sondeos por el Rubens. Como es evidente, yo no puedo hacerlo, ya que saben que estoy interesado.

En ningún momento le había dicho mi nombre. Era evidente que el hombre sabía con quien estaba tratando. Conocía las pinturas, sabía quienes las poseían y hasta el valor y el precio. Nada quedaba fuera del negocio. No había especulación posible.
-Con permiso -fui al toilette y desde allí tendí mis redes. Puse a mi asistente sobre aviso, le dije que armara las dos entrevistas posibles para las primeras horas de la noche e intentara la más difícil: el Rubens. Yo estaría disponible, celular mediante.

En el apartamento, la alfombra fue el cofre de nuestros secretos. Una y otra vez, Schönberg revalidó mi primer impresión. Al llegar el crepúsculo, sonó el teléfono por primera vez. Mailhos estaba en Europa y esas cosas las trata personalmente; por los otros dos negocios, no había problemas. Schönberg me admiró una vez más, nos vestimos y bajamos al garage. Lo alcancé al aeropuerto y me quedé hasta que el avión se perdió en el cielo.





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